domingo, 1 de julio de 2012



Es en estos escenarios en donde observamos que los nativos se ubican en una posición subalterna que indirectamente los hermana en tanto vivencian procesos de expropiaciones culturales y territoriales: vivir se torna sobrevivir. La cultura del blanco es verdaderamente lo foráneo amenazador y es desde esa violencia simbólica, legal, física y efectiva sobre el nativo que se suceden ininterrumpidamente vínculos violentos entre ambas culturas. Porque es preciso destacar que la cultura nativa, aún en posición subalterna dada las relaciones de fuerza desiguales que se instituyen, sostiene prácticas de resistencia. Cierto es que es más fácil urdir alternativas a tentativas aculturadoras soportadas en la fe, en relación con las imposiciones de todo un aparato estatal y de prácticas directamente criminales garantizadas por el uso de armas más difíciles de doblegar. Si es posible hasta hacer uso de las misiones como prácticas de subsistencia (la permanencia en invierno desde el ejercicio en apariencia de una religión -vuelta fórmula- ajena) y luego darse a la fuga, no resulta tan fácil franquear alambrados y “robar” animales supuestamente ajenos (nociones penales impuestas), ni tampoco transitar libremente por los territorios ancestrales. Las armas de fuego, los perros importados, los mecanismos legales se vuelven un impedimento efectivo y de fuerza mayor. El abuso de poder se instala y, frente al etnocentrismo de la cultura arrasadora del blanco parece quedar la resistencia en la venganza, en la violencia como signo de memoria y dolor colectivo. También el nativo se mueve en el espacio desde roles prefigurados (que en realidad han sido históricamente constituidos): el blanco es el enemigo y obliga a un estado de alerta permanente en defensa propia (y comunitaria). De allí que la migración de Tatesh haya sido interrumpida por el móvil de la venganza sobre los loberos (en el abuso a Camilena y las mujeres en la costa).




             Por ello lo que tiene de interesante Fuegia es que permite deconstruir los motivos históricos del ejercicio de la violencia. Voluntad visible hasta en su propia estructura narrativa: Beltrán Monasterio asesina brutal y asombrosamente a su amo Tomas Jeremy Larch en los comienzos de la trama, pero a medida que la narrativa explora las relaciones problemáticas entre culturas, Beltrán Monasterio ya es Lucca, el último ejemplar de la comunidad párriken, devastada por las atrocidades de una cultura que tiene los medios para imponerse injustamente sobre otras modalidades de existencia. Beltrán Monasterio es quien carga un dolor colectivo e histórico y su violencia es consecuencia más que causa.

              Fuegia invierte, en suma, los términos Civilización y Barbarie, impugnando un discurso que es la condición de posibilidad de un modelo de país excluyente. Quizás personajes como Federica y el médico (su padre) receptivos a experiencias otras de contacto con los nativos (sin ejercer las aculturaciones desarrolladas) y tensionados angustiantemente, por ello, en una comparación crítica de lo propio y lo ajeno (posibilidad de revisión y enjuiciamiento), señalen matices y condiciones de contra-hegemonías dentro del seno mismo de la cultura opresora, alianzas inter-culturales que no supongan negaciones y  sí reconocimientos efectivos. Ello, si hubiera manera de desmontar una estructura de poder que limita una cultura a últimos ejemplares, ello, si se asume lo que tiene de irrecuperable una pérdida histórica como la desaparición de una cultura por otra y si, al mismo tiempo, no se abandona la disputa por una recomposición -la búsqueda de lo recuperable sobre lo irrecuperable- sobre la experiencia histórica de esa falta.              


María Elisa Santillán
Fragmentos finales de Trabajo Práctico sobre Fuegia, de Eduardo Belgrano Rawson.